Me gusta de Rosario que el viento se arremolina en la
esquina de Buenos Aires y Avenida Pellegrini.
El perfume de las cuadras donde habita una lavandería.
Que mis prendas preferidas procedan de negocios invisibles.
Las miradas anónimas y las de los incógnitos conocidos.
El trato amable del puestero de facturas de los jueves a la mañana y que el pequeño kiosco de flores de la esquina de la plaza este casi siempre abierto.
Me gusta ir a robarle una conversación a la señora que nunca sonríe y frenarme o caminar con cuidado cuando la vecina baldea la vereda, nuestra vereda, la suya, la mía, la de todos.
Me gusta mirar desde la calle los balcones donde fui amada, y buscar bares para invitar a desayunar, los sábados, a mi mejor amigo. Me gusta que el gustito del mes sea merendar en barcitos rococó o tomar una cerveza artesanal en bares color tierra, mientras hablamos de amor, de historias, de desencuentros. Que el supermercado del barrio huela a despensa y que su cajera use enormes anillos plásticos de colores, una gallega que reniega del mal rendimiento de Messi en el Club Barcelona.
En Rosario disfruto de mi soledad observando al resto de la gente, la charla de una pareja de sordomudos, unos hombres hacen negocios, los viejos canosos discuten de futbol y a aquellos dos viven su primera cita, la atmósfera del bar por la mañana.
Disfruto, en Rosario, el helado de los domingos, que el menú incluya postre y que la caja de zapatos en la que vivo sea cada vez más mía.
Uso la inseguridad como excusa para salir libre, sin cartera, y volver a casa en taxi cuando ya es un poquito tarde, pierdo las tarjetas de colectivo siempre que tienen mucho saldo, y he roto más teléfonos de los que me han robado.
Escaparme, en Rosario, es caminar siete, ocho, diez cuadras, hasta llegar al río.
Encontrarme es lograr escuchar el ritmo de mi corazón mientras camino en pleno centro entre el tumulto de gente, es no querer que el viaje en colectivo urbano termine porque lo estoy disfrutando, es cruzarme a la vereda donde da el sol y perderme en la brisa serena que huele a recuerdo.
Antes de estar en mí, Rosario estuvo lejos.
Rosario, ciudad de baldosas flojas, cañerías en constante reparación, de unos mucho y otros poco, de negocios inmobiliarios, obras en construcción, aquí, donde los Rosarinos son los menos, ciudad de calles cerradas, de infractores y olor al cereal que se pudre en el puerto los días de lluvia, niebla y mucha humedad.
Ciudad que me diste la libertad de ser arrogante, puta, solitaria, subversiva, mística, elegante, pobre y millonaria, dime, ciudad ¿Qué será de mi sin ti?
El perfume de las cuadras donde habita una lavandería.
Que mis prendas preferidas procedan de negocios invisibles.
Las miradas anónimas y las de los incógnitos conocidos.
El trato amable del puestero de facturas de los jueves a la mañana y que el pequeño kiosco de flores de la esquina de la plaza este casi siempre abierto.
Me gusta ir a robarle una conversación a la señora que nunca sonríe y frenarme o caminar con cuidado cuando la vecina baldea la vereda, nuestra vereda, la suya, la mía, la de todos.
Me gusta mirar desde la calle los balcones donde fui amada, y buscar bares para invitar a desayunar, los sábados, a mi mejor amigo. Me gusta que el gustito del mes sea merendar en barcitos rococó o tomar una cerveza artesanal en bares color tierra, mientras hablamos de amor, de historias, de desencuentros. Que el supermercado del barrio huela a despensa y que su cajera use enormes anillos plásticos de colores, una gallega que reniega del mal rendimiento de Messi en el Club Barcelona.
En Rosario disfruto de mi soledad observando al resto de la gente, la charla de una pareja de sordomudos, unos hombres hacen negocios, los viejos canosos discuten de futbol y a aquellos dos viven su primera cita, la atmósfera del bar por la mañana.
Disfruto, en Rosario, el helado de los domingos, que el menú incluya postre y que la caja de zapatos en la que vivo sea cada vez más mía.
Uso la inseguridad como excusa para salir libre, sin cartera, y volver a casa en taxi cuando ya es un poquito tarde, pierdo las tarjetas de colectivo siempre que tienen mucho saldo, y he roto más teléfonos de los que me han robado.
Escaparme, en Rosario, es caminar siete, ocho, diez cuadras, hasta llegar al río.
Encontrarme es lograr escuchar el ritmo de mi corazón mientras camino en pleno centro entre el tumulto de gente, es no querer que el viaje en colectivo urbano termine porque lo estoy disfrutando, es cruzarme a la vereda donde da el sol y perderme en la brisa serena que huele a recuerdo.
Antes de estar en mí, Rosario estuvo lejos.
Rosario, ciudad de baldosas flojas, cañerías en constante reparación, de unos mucho y otros poco, de negocios inmobiliarios, obras en construcción, aquí, donde los Rosarinos son los menos, ciudad de calles cerradas, de infractores y olor al cereal que se pudre en el puerto los días de lluvia, niebla y mucha humedad.
Ciudad que me diste la libertad de ser arrogante, puta, solitaria, subversiva, mística, elegante, pobre y millonaria, dime, ciudad ¿Qué será de mi sin ti?
